El proceso: La Cama




Hoy compré una cama. 

De las de Ikea. Ustedes saben: de las de diseño moderno y vanguardista. Realmente me caen bien los tipos de Ikea. Son suecos. Pueden traer a Zlatan a la sucursal si quisieran. Pero el problema de ellos es la relación mortal de la madera de sus muebles, con la maniática tradición de las mujeres dominicanas de echar agua. Simplemente porque si. Malgastan recursos con el pretexto de limpiar, sabiendo bien que el sucio y los microbios no se van con echar agua. Es ridículo. Además de la fascinante obsesión con los muebles de caoba que tienen nuestros padres y abuelos, hasta el punto de seguir dando en herencia y en regalos de boda susodichos artefactos. El modelo de mi cama se llama Kopardal. Traté de traducirlo en Google y no salió ni pío de que significaba. Lo más seguro es que es una palabra rebuscadísima o inventada por el diseñador. Tamaño Full, estilo moderno (dígase, 1960). La elegí de metal, por la situación ya antes descrita de la psicosis de agarrar una manguera y soltar los chivos sin ley… aún no entiendo. Recuerdo a Robinson Crusoe, al llegar a la isla luego del naufragio. Lo primero que buscó y aseguró (luego de asegurar un suministro de agua limpia) fue un lugar donde dormir y descansar. Al encontrar el lugar propicio, creó su guarida dentro de la cueva, donde pudo guardar todos sus enseres y dormir protegido de las fieras y los caníbales. Se que aún no tengo colchón, pero por lo menos ya tengo donde irá el colchón.

Se preguntarán: “Qué carajos hace Gabriel hablando de una cama que compró…” Es una pregunta válida. No creo que este blog sea el lugar en el cual deba de hablar sobre una cama que acabo de comprar. Pero esa cama es mi primera inversión en miras a un proceso que debo terminar. Si. Tengo una cama en la casa de mis padres. La misma cama de metal en la que he recostado mi cabeza desde que tengo memoria. Pintada de rojo. Una de las camas de un camarote, en el cual dormíamos mi hermano y yo. Pero, la realidad es que esa no es mi cama. No se siente igual. Lo que se supone que debería sentirse hogar, se siente un hotel. Es hora de partir.

Los que me conocen saben que he hablado bastantes tonterías con respecto al mismo tema, una y otra vez, sin callarme; prometiendo que: “me mudaré en mi casa propia”, “saldré de mi casa pronto”, y muchas otras promesas vacías más. Pero es que tengo que reconocer que vivir bajo el techo de mis padres es cómodo. Es muy cómodo. Ellos aún hacen las compras. Ellos se encargan de pagar las cuentas de luz, agua, internet; y cuando falta alguna de ellas, solo tengo que quejarme y ellos responden. Ellos aún lavan la ropa de toda la familia. Ellos me cocinan la más deliciosa comida. Ellos son mi despertador personal en las mañanas… No me puedo quejar de ellos. Fui encaprichado por ellos desde pequeño y muchas de esas conductas siguen en mi. Siguen en ellos: ellos son los que no me permiten ayudar en la casa con alguna tarea, porque ellos piensan que pueden hacerlo mejor. Ellos son los que se no me permitieron a edad temprana aprender a cambiar una bombilla. Ellos fueron los que me enseñaron a no tomar riesgos por mi mismo, porque “papi y mami se encargarán de todo”. Y es cómodo el no madurar, a pesar de que hay un tiempo para todo. Es cómodo acostumbrarte al miedo que comienza a envolver tu mente al momento en el que piensas moverte de casa. Es cómodo quedarte de brazos cruzados cuando ves las dificultades que tus padres tuvieron que pasar para llegar hacia donde están y verte inferior a ellos. Es cómodo aceptar las palabras de tus propios padres, que literalmente afirman que “no eres capaz de vivir por tu propia cuenta”. Es cómodo aceptar la desconfianza en tu corazón luego de que tus padres te la han mostrado por años. Es cómodo dejar pasar las oportunidades simplemente porque papi y mami siguen ahí. Es más cómodo recibir las ofensas (adrede o en ignorancia) de tus padres y hermanos, recordándote tus fracasos a cada momento, y repetir en tu mente: “tienen razón”. Es más cómodo así. Porque no solamente tienes una cama, tienes un techo, comida, ropa, otras personas que tienen la mayor responsabilidad por encima de ti. 

Es super cómodo. Pero toda copa se llena. No toda ofensa se aguanta. No todas las voces opuestas se aceptan. Llegó la oportunidad.

Mucha gente me repite el cliché de confiar en mi mismo. Y en parte, tienen razón. Hay un factor emocional que tiene que ver con cada decisión que tomamos en nuestra vida, y la manera en la que lidiamos con las consecuencias. Se trata de movernos y confiar en Dios. Dios le habló a un Moisés que no sabía que hacer con el pueblo de Israel frente al Mar Rojo, mientras era perseguido por una nación entera. Simplemente Dios dijo: “Muévete”. Moisés se movió. Dios hizo el resto. Y el resto es historia. Así, esta historia es un recordatorio. Una motivación. Un empujón. Un voto de confianza de alguien que no te va a recordar tus errores, sino que, como dice el Salmo 25,  te guiará por el camino que debes escoger.

Me acaba de llamar mi hermano. Dice que vuelve al país pronto. Eso significa que viene mudanza.
Por lo menos, ya compré mi cama. 

Comencé a moverme. Dios hará el resto.

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